En ese recuerdo, bajar o subir por Las Ramblas siempre era hacerlo de la mano de alguien que te cuidaba, te protegía, evitaba que te perdieras. Escribo esto sabiendo que han asesinado a un niño de tres años que fue a Las Ramblas con su tía —que ayer aún estaba grave— y otros miembros de su familia. Eso —que uno de los tuyos quisiera respirar un poco y se acercara hasta a Las Ramblas y te llevara con él, previamente acicalado y decente— era usual. También ahora. Sobre todo para barceloneses de fuera del centro o de alrededores.
Ramblas desde Plaza Catalunya hasta el monumento a Colón o a la inversa. Pienso en el crío, en la familia, en el asesino, en la familia del asesino y pienso en Barcelona y me percato de que al hacerlo en Barcelona lo hago no como una ciudad sino como una comunidad —herida hoy— y me doy cuenta —por mucho que puedas llevarte mal con la madrastra que puede ser Barcelona— que siempre perteneces al sitio donde estuvo la gente que te dio la mano para que no te perdieras.
Pasaba el tiempo y por Las Ramblas seguías yendo atado a otros. De tu pareja, de un policía o abrazado a tus amigos, bajando a comprar discos de segunda mano o subiendo, eufórico, mientras Las Ramblas eran regadas, ya de madrugada escupidos desde bares como Karma, Glaciar, Jamboree, Les Enfants o Sidecar.
Las Ramblas son la mejor expresión de los barceloneses. De cualquiera de nosotros. Cuando venía gente de fuera, los llevabas a Las Ramblas porque estabas orgulloso de ellas. Sólo era un paseo —hay lugares más bonitos o impresionantes en la ciudad— pero un paseo repleto a todas horas de gente tan bonita e impresionante como horrible e impresentable. Personas distintas embriagadas por el extraño sortilegio de la acumulación y la tolerancia, y que, por lo tanto, hacía que no te encontraras extraño o rechazado mientras pisabas esas olas dibujadas en el suelo de Las Ramblas. Creo que es imposible pisarlas y no sentirte parte de una comunidad al hacerlo. Una comunidad de la que además sentirse orgulloso. Por abierta, por gigante, por luminosa. Es, en cierto modo, terreno sagrado por laico, y es que en Barcelona siempre ha cabido todo el mundo y nunca sobró nadie. Ni antes ni ahora.
En Las Ramblas descubrías muchas cosas y encontrabas otras que no supieras que andabas buscando: drogas, una pulsera, un familiar que no debería estar allí o un paraguas. Bajabas de adolescente porque allí estaba lo que podías y no debías saber. La vida en toda su complejidad y maravilla. Luego volvías a casa y ya no eras el mismo. Nunca regresabas igual enfrentado a la cena recalentada en el comedor familiar, de repente tan gris y vulgar.
Descubrí a Baudelaire en un quiosco en Las Ramblas y el Berlín de Lou Reed en una tienda de segunda mano. Me llevaron a escuchar Verdi al Liceo, me topé muchas veces con la Negra Flor, trataron de que hiciera catequesis en l'Església de Betlem y me enseñaron a beber absenta con cuchara. Músicos en la calle, gente que hacía caricaturas, vendedores de cualquier cosa y a viejas amigas de mis abuelas. Mis familias vivieron ambas en el Chino —antes Distrito V, ahora Raval—, en calles sin luz del sol, que iban a parar a Las Ramblas y éstas al mar, y ninguna de las dos cosas era —retorciendo al clásico— el morir sino —todo lo contrario— el vivir para mis dos abuelas.
Volvías de ese paseo de la mano de tu padre o tu tía sabiendo que había cientos de vidas distintas por vivir y tipos que vendían pulseras, hacían malabarismos con balones, mujeres que eran hombres, hombres que eran mujeres, marineros negros de blanco y turistas naranjas, contentos y sorprendidos de estar pisando aquel paseo, de ser gente aquí y ahora en tu ciudad, Barcelona. Y también sabías que pisabas territorio de gigantes: pintores —uno de ellos frenó con su dibujo una furgoneta asesina—, poetas y diarios de ladrones, vidas privadas, despachos de detectives que habían matado a Kennedy; Casos savoltas y bailes de watusi; el fracaso del musclaire y un argentino rumbero; y chupas de cuero y ojos como cámaras en noches en las que salía el sol por la avenida de la Luz. Los vivos y los muertos vivos subían y bajaban contigo por Las Ramblas.
Pones hoy la televisión, lees la prensa y las cifras, los comentarios, los políticos, los asesores, las imágenes y la palabra de tu ciudad, Barcelona, y Las Ramblas. Ves zonas, en especial de Las Ramblas que, al estar desiertas, te cuesta reconocer. Pero sobre todo ves a gente de Barcelona. Gente de Barcelona con miedo, gente de Barcelona que no se quiere dejar asustar. Gente de Barcelona de Honduras, de Nueva York, de Madrid, de Santander y de Santiago de Chile. Gente de Barcelona con maletas. Gente de Barcelona en el suelo, muerta o herida, en una figura atrozmente imposible. Gente de Barcelona curiosa y gente impotente de Barcelona. Gente de Barcelona que quiere hablar y otra que quiere olvidar. Gente de Barcelona que ayuda. Gente de Barcelona que espera. Gente de Barcelona que dona sangre y gente que la vierte.
Da igual que esa gente sólo lleve unas horas en Barcelona. Pertenecen a una comunidad porque todos están buscando u ofreciendo una mano que les haga bajar o subir Las Ramblas para que nadie —aunque cruce a cuatro ruedas en furgoneta y en zigzag— se considere mejor que nadie, con más derechos que nadie ni poseedor de ninguna verdad ni ningún dios mejor que cualquiera de nosotros, gente aquí y ahora, de Barcelona.»
"De la Mano", por Carlos Zanón, 'El País', 19.08.2017
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